No es poco lo que se ha dicho acerca de la bioenergía y sus bondades para reemplazar
en breve a los combustibles tradicionales. Una andanada de información ya excede los
círculos de especialistas y genera expectativas en distintos ámbitos.
Y no es para menos. El conflicto por un recurso escaso y no renovable tiende a acrecentarse, casi tanto como la inquietud ante las emanaciones de dióxido de
carbono y el consecuente cambio climático. De una u otra forma, el mundo parece en
riesgo, y una buena manera de mitigarlo sería que las energías alternativas fuesen
las utilizadas para hacer girar la rueda del crecimiento.
Con la energía solar, hídrica y eólica como horizonte mediato, los combustibles de
origen biológico son la transición necesaria y un nuevo punto de partida en el que
nuestro país está en condiciones de hacer un aporte sustancial. El cambio en la
matriz energética del mundo representa, a la vez, un desafío y una oportunidad. La
Argentina tiene el potencial necesario para aprovechar la demanda creciente de estas
energías «limpias» por parte de distintas economías del mundo.
El amplio mercado de los países miembros de la Unión Europea es el más concreto. Una
disposición comunitaria los obliga a «cortar» sus combustibles con una proporción
mínima del 5,75 por ciento de bioenergía que están muy lejos de disponer.
Países como Alemania ya se han mostrado interesados en nuestra incipiente producción
y dejaron en claro que, de alcanzar los estándares de calidad considerados óptimos,
serían un mercado demandante de relevancia. El sudeste asiático, con China como
nuevo eje de desarrollo, podría ser otro destino promisorio. Claro, si estamos a la
altura de las circunstancias.
El complejo aceitero afincado en los alrededores de Rosario puede marcar el pulso de
estos cambios. Su producción es una de las más eficientes del mundo gracias a las
ventajas comparativas que ya traen los cereales y oleaginosas de nuestro campo y las
inversiones realizadas en tecnología de punta. Con esta base se descuenta que sería
relativamente fácil trasladar esos números redituables a la elaboración de biodiésel
para abastecer el mercado interno y, por supuesto, exportar.
Ya existe una veintena de plantas con los primeros ensayos y otros tantos proyectos
de distinta envergadura esperando dar sus primeros pasos. Son proyectos para llegar
a producir 2 millones de toneladas de biodiésel por año.
En otra dimensión sucede algo parecido con la producción de etanol a partir de caña
de azúcar, maíz u otros productos que proporcionan alcohol, seguramente sin la
dinámica que hoy ofrece Brasil en este rubro, pero también con un futuro promisorio.
Otra arista importante de este negocio es el plus concreto que suma a las economías
regionales.
La bioenergía, casi por definición, requiere procesar el producto de nuestro campo
en un área cercana, de modo que el valor que se agrega queda en buena medida en la
región. Por ejemplo, la soja ya no se exportaría tanto como mera oleaginosa, sino
bajo el más redituable formato de combustible, con números aún más atractivos que
los que prodiga hoy el mercado internacional. Si el aceite de soja crudo se embarca
a 480 dólares la tonelada, como biodiésel podría superar los 650. Y siempre tendría
para ofrecer una ventaja superior más allá de los vaivenes del mercado. Además, si
se generan las condiciones necesarias y existe voluntad política para que así
suceda, el modelo bioenergético podría generar círculos virtuosos de desarrollo
local más ligados a otros segmentos del sector agropecuario. Y esto es de vital
importancia si no se pretende agudizar la brecha entre grandes y pequeños
productores. Estos últimos, por caso, podrían convertirse en protagonistas
estimables de esta apuesta. Necesitarán una reglamentación acorde de la flamante ley
de biocombustibles, incentivos concretos del Estado, asesoramiento técnico adecuado
y voluntad para trabajar de manera asociativa.
Pero los beneficios sociales y económicos podrían ser mucho más amplios de los que
pueda estimarse a simple vista. Vale reforzar esta idea porque puede ser clave para
el crecimiento integral del país en los próximos años.
Con la elaboración de bioenergía en las proximidades mismas de donde se produce su
materia prima, más la actividad ganadera conexa, el país estaría ganando en fuentes
de trabajo genuinas para sus habitantes, sobre todo en regiones donde éste es muchas
veces escaso.
Producir carnes, industrializarlas, requiere manos activas para cambiar las formas,
manos que dejarían de migrar hacia otros destinos, no siempre mejores. De esta forma
sería posible pensar en estrategias sostenidas para repoblar distintas regiones del
país y ofrecer condiciones dignas de desarrollo. Pero no es la única arista posible.
También podría permitir el autoabastecimiento de combustible, detener el agotamiento
de los suelos mediante la diversificación de cultivos y desarrollar actividades
complementarias con los residuos no utilizados para elaborar bioenergía. El desafío
está en marcha. Sepamos aprovecharlo.
El autor es codirector del Programa de Agronegocios y Alimentos de la Fauba.
Por Fernando Vilella
Para LA NACION