Se prevé que la demanda global de biodiésel ascienda a 37.850 millones de litros en 2015. Actualmente, 30 países han establecido objetivos de biocarburantes y están usando simultáneamente biodiésel y combustibles tradicionales. El objetivo de Europa es que el biodiésel represente el 7% del consumo, mientras que el de Brasil e Indonesia es que suponga el 10%.
Los países en vías de desarrollo suministran el 50% de la demanda global de biocarburantes y su compromiso a largo plazo para con los combustibles renovables ha quedado patente por el hecho de que ya el 17% de la demanda mundial de biodiésel se concentra en el hemisferio sur del planeta. La UE es el mayor consumidor de biodiésel, con el 44% de la demanda, seguida de cerca por la región Asia-Pacífico, con el 39%, y muy por delante de EEUU.
Los terrenos agrícolas de Europa comprenden 164 millones de hectáreas de tierras cultivadas y 76 millones de hectáreas de tierras de pastoreo. Los residuos agrícolas de los cultivos de alimentos y pastos constituyen un material importante para la producción de biocarburantes.
El Instituto de investigación multilateral IIASA de Viena, Austria, ha calculado que podrían fabricarse hasta 246 megatoneladas de biomasa para la producción de biocombustibles y bioplásticos a partir de los residuos de cultivos, que representan el 50% de la biomasa cultivada. Este material podría usarse sin que su producción afectara negativamente a los fertilizantes y la tierra. Con este uso de los residuos agrícolas se necesitarían de 15 a 20 millones de hectáreas menos de tierras de labranza con cultivos para producir biocombustibles.
La innovación
La demanda de carburantes (o de plásticos) a partir de la biomasa compite con los cultivos de alimentos. Expertos de la Universidad de Cornell han calculado que, para que un coche estadounidense medio funcionara durante un año usando como combustible el biodiésel o el etanol, se necesitarían 4,4 hectáreas de tierras de labranza que, si no se empleasen para este fin, producirían alimentos para cubrir las necesidades de siete personas.
Sin embargo, ésta es sólo una parte del problema: la cantidad de energía que se consume para producir etanol a partir de cultivos de alimentos es mayor que la cantidad de energía generada por la combustión del etanol. El principal problema es que en la solución inicial hay que se separar el etanol, que se encuentra en un porcentaje del 8% con un nivel de pureza del 99,8%, del agua, que se encuentra en un porcentaje de 92%.
Si a esto se le añade la cruda realidad de que el maíz erosiona la tierra a una velocidad 12 veces mayor que la velocidad de regeneración de la tierra y que la irrigación del maíz deteriora el agua subterránea a una velocidad 25 veces mayor que la velocidad natural de recambio, esta situación no es sostenible. Si todos los automóviles de EEUU usaran como combustible únicamente etanol, sería necesario dedicar el 97% de las tierras estadounidenses a cultivar el maíz necesario para este fin. Por consiguiente, la producción de plásticos o combustibles a partir del maíz difícilmente puede ser un sustituto sostenible de los combustibles fósiles.
El profesor Carl-Göran Hedén, miembro de la Real Academia de Ciencias de Suecia, director del departamento de Microbiología del Instituto Karolinska durante varios años y fallecido en junio del año pasado, introdujo el concepto de la biorefinería a principios de la década de 1960 con el fin de solucionar el dilema sobre usar las tierras para cultivar alimentos o para producir combustibles o plásticos.
Su idea para el procesado de la biomasa era análoga al hecho de que el petróleo crudo se descompone y se recombina en 100.000 moléculas diferentes y, de este modo, genera energía. Aunque numerosos institutos de investigación como el Laboratorio Nacional de Energías Renovables y la Universidad de Wageningen hicieron estudios sobre este tema, fue el profesor Jorge Alberto Vieira Costa, de la Universidad Federal de Rio Grande (FURG) de Brasil, quien lo puso en práctica, pero no con plantas sino con algas.
El profesor Jorge Costa inició en la década de 1990 investigaciones con algas de agua dulce, que se encuentran de forma natural en el lago alcalino Mangueira del sur de Brasil, con el fin de solucionar el problema de la desnutrición en la región. Sus ideas para aumentar la producción dieron lugar a la ampliación del programa, que pasó de centrarse sólo en la seguridad alimentaria a abarcar también la mitigación del cambio climático.
La producción de algas fue un éxito, pero además el mayor conocimiento del uso del CO2 como nutriente para las algas representó una nueva oportunidad para reducir el exceso de emisiones de CO2 procedentes de la central eléctrica de la zona, que funcionaba con carbón, y para convertir la cuenca de retención en una unidad de producción de algas.
Un estudio detallado de la capacidad de producción reveló que, si existe un exceso de producción de algas para consumo humano, se pueden extraer lípidos de las algas para producir biocombustibles. La doctora Michele Greque, colega del profesor Jorge Costa, llevó la biorefinería al siguiente nivel y vio que se podían producir ésteres (y poliésteres) a partir de los residuos, lo que constituyó una prueba convincente de que la biorefinería podría generar alimentos, combustibles y plásticos a partir del CO2.
El primer dinero
El equipo brasileño construyó con éxito su primera unidad de producción en la ciudad brasileña de Porto Alegre en 2008 y, aunque el proyecto todavía está en su fase inicial, la demostración de que la unidad tiene la capacidad técnica y financiera necesarias para convertir gases con efecto invernadero en la materia prima para producir alimentos, combustibles y plásticos ha permitido obtener los fondos para la investigación necesarios para perfeccionar esta técnica, lo que hace que la idea de producir biocombustibles a partir de algas sea más prometedora.
Paralelamente, la compañía italiana Novamont, el mayor fabricante de bioplásticos de Europa, ha evolucionado y ha pasado de ser una compañía innovadora en el campo de los plásticos a ser una empresa centrada actualmente en la construcción de biorefinerías; la primera de ellas ya está en funcionamiento en Terni, Italia.
Tras realizar una inversión de aproximadamente 100 millones de euros en plásticos innovadores y de obtener una cartera de 100 patentes, la doctora Catia Bastioli, fundadora y consejera delegada de la empresa, amplió este proyecto creando una empresa conjunta con 600 agricultores de la zona que suministran productos para el consumo local.
Esta estrategia de volver a utilizar tierras no cultivadas para producción y de asegurarse de que toda la biomasa se procese (no sólo el almidón y los aceites vegetales) incrementa los ingresos derivados de la tierra, la producción de la fábrica y el coste de los productos y genera bastante cantidad de dinero, tal como propone La economía azul.
El petróleo, las refinerías y la petroquímica deberían dar ideas a los ingenieros químicos para descubrir métodos de producción parecidos de derivados a partir de biomasa compleja. Al igual que el petróleo se descompone en 100.000 moléculas diferentes, la biomasa no debería producirse en silos aislados para que su producción no deje un gran volumen de residuos sin utilizar allí. Ha llegado el momento de llevar realmente a la práctica el concepto de la biorefinería. Ahora que los proyectos de Brasil e Italia han demostrado que las biorefinerías son viables a nivel técnico, económico y social, es probable que, en un breve plazo de tiempo, se pongan en marcha más proyectos de este tipo.
Gunter Pauli
FUENTE: EXPANSION