Los encuentros Bush-Lula en San Pablo y Camp David han provocado una discusión inusitada sobre biocombustibles. Fidel Castro ha criticado el uso del etanol y del biodiésel. Para él, el etanol, sobre todo el obtenido a partir del maíz, beneficia el consumo de los ricos y saca alimentos a los pobres.
La opción brasileña por los biocombustibles tiene historia. Ganó densidad a partir de 2003 y estuvo presente en los diálogos de Lula con sus pares latinoamericanos en los últimos años. De esos contactos resultaron iniciativas concretas con Bolivia, Uruguay, Ecuador, Haití y Venezuela.
El interés de Estados Unidos en esa alternativa energética ha dado mayor visibilidad al tema. Es comprensible y legítimo que gobernantes críticos con relación a la administración Bush aprovechen la oportunidad para subrayar sus diferencias con Washington. Las opciones energéticas de Brasil no deben, empero, ser convertidas en escenario para discusiones político-ideológicas. La cooperación en biocombustibles con Estados Unidos es válida y no altera la política exterior de Brasil en la región.
Lula explicitó por qué esta opción energética ocupa lugar central en Brasil, un país autosuficiente en petróleo, que obtiene más del 60% de su energía eléctrica de fuentes hídricas, que muy pronto será autosuficiente en materia de gas y que, además, tiene programas avanzados en los dominios solar, eólico y nuclear.
El gobierno brasileño está convencido de que los combustibles renovables permiten enfrentar cuatro grandes desafíos. Primero, la crisis energética que afecta la humanidad, incluso a los países desarrollados. Segundo, el desempleo y la concentración de la renta. Generando millones de puestos de trabajo, los biocombustibles permiten expandir y distribuir mejor la renta. Tercero, el calentamiento del planeta. El etanol y el biodiésel reducen la emisión de elementos poluyentes. El cuarto desafío es lograr una industria de nueva generación, capaz de producir nuevos materiales, medicamentos, abonos y alimentos para animales.
El ejemplo brasileño indica que el riesgo de que los programas de biocombustibles contribuyan al aumento del hambre no es real. El hambre no es causada por la falta de alimentos, sino por la falta de empleos y de ganancias, que afecta a mil millones de hombres y mujeres. Como nos recuerda el sociólogo Emir Sader, hoy día se producen alimentos suficientes para 12.000 millones de personas.
Las tierras destinadas a la producción de materia prima para el etanol y el biodiésel no son adecuadas para el cultivo de alimentos. Menos de un quinto de las 320 millones de hectáreas de tierra arable de nuestro país está siendo cultivado. De ese total, sólo el uno por ciento se destina a la caña de azúcar. Brasil no va a transformarse en un enorme cañaveral. No hay riesgo para la Amazonia, donde logramos considerable reducción de la deforestación.
Evidentemente, la producción global de biocombustibles merece cuidados. Es necesario seleccionar oleaginosas cuya explotación con fines energéticos no provoque elevación del precio de bienes alimenticios, como está ocurriendo con el maíz. A diferencia de la caña de azúcar, el maíz no es adecuado, ni económica ni socialmente, para la producción de etanol. Los biocombustibles no aumentan la dependencia de los países pobres en relación con los ricos. Al contrario: tienen un impacto positivo sobre la balanza comercial de los primeros.
Finalmente, una rigurosa certificación pública de los nuevos combustibles por parte de los países productores evitará daños a la naturaleza y asegurará condiciones decentes de trabajo. Las legislaciones nacionales, como en el caso brasileño, permitirán un equilibrio entre la unidad productiva familiar y las grandes plantaciones. Una revolución energética está en curso. Ella no opone biocombustibles a combustibles fósiles. Propone la complementariedad, que permitirá consolidar a América del Sur como la región de mayor y más diversificado potencial energético del mundo. El diálogo debe sustituir la confrontación. La única pasión aceptable en este momento es aquella en favor de la unidad sudamericana y del bienestar de nuestros pueblos.
Marco Aurelio García
Para La Nación
El autor es asesor especial de Política Externa del presidente brasileño, Luiz Inacio Lula da Silva.
Fuente: Diario La Nación