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La ecología cambió la visión del mundo

ecologia-kyoto-biodieselSEQUIA Y CRANEO de un animal no identificado en una reserva de Cuenca, España, en abril de 2008.

Desde hace por lo menos diez años, los problemas del medio ambiente son patrimonio de las agendas gubernativas, de la vida diaria, de los movimientos sociales. Constituyen un nueva cultura. Acompañan este informe una entrevista al filósofo Gianni Vattimo y la opinión del prestigioso biólogo Edward Wilson.

«La ‘contaminación’ está de moda hoy en día…» Esa moda intolerable, era la que denunciaba Guy Debord ya en 1971. En nuestro presente la contaminación traspasó los límites de la moda y se instaló como uno de los pilares fundamentales de la problemática ecológica global. El título del ensayo de Debord era El planeta enfermo. Eso no ha cambiado, el paciente sigue con diagnóstico reservado, pero ya no es posible ser indiferente. Sigue Debord: «La época que posee todos los medios técnicos para alterar totalmente las condiciones de vida sobre la Tierra es también la época que, en virtud del mismo desarrollo técnico y científico separado, dispone de todos los medios de control y previsión matemáticamente indudable para medir por adelantado adónde lleva –y hacia qué fecha– el crecimiento automático de las fuerzas productivas alienadas de la sociedad de clases: es decir, para medir el rápido deterioro de las condiciones mismas de la superviviencia, en el sentido más general y más trivial de la palabra».

Muestras

El Protocolo de Kyoto se ha transformado en un tema de conversación que puede instalarse en cualquier mesa de bar. Pocos sabrán lo que implican esas tres palabras, pero todos alguna vez habrán oído esa expresión que se enlaza directamente con una palabra que tampoco nadie desconoce: ecología. Por supuesto, sabemos que la Tierra se está calentando, y que por consiguiente el cambio climático está transformando nuestras vidas. Y este nuevo estilo de vida se evidencia con la aparición de tsunamis, terremotos, huracanes, inundaciones, pero también sequías, escasez de agua. Allí, el hombre actúa indirectamente, pero en otros casos lo hace con todo el peso de su protagonismo como cuando dinamita montañas en busca de metales o elige semillas modificadas genéticamente que alteran la alimentación de toda la humanidad, por ejemplo.

La ecología, el estudio de la relación entre los seres vivos y su ambiente, del planeta, ya dejó de ser una bandera defendida solamente por pioneros, y también por esnobs, partidos «verdes» y biólogos, especialistas, para convertirse en una parte importante de la educación, un paquete de medidas propuesto por casi todos los partidos políticos, un lugar importante en la organización del Estado, y en algunas empresas, y un espacio definido en las agendas de negociaciones internacionales. Las iglesias se preocupan por el futuro del mundo, las maestras tratan de concientizar a sus alumnos del cuidado del agua, las advertencias circulan en cadenas interminables por Internet para advertir que una gran extinción de especies está en marcha. Olores, humos, esmog, olas desorbitadas, temperaturas insólitas, enfermedades, escasez de agua, inundaciones, sequías… Los males producidos por el calentamiento global están asolando el planeta y son muy pocos los que desarrollan políticas concretas para detener o cambiar esta situación.

«El precio de la civilización fue la traición a la naturaleza» dice el biólogo estadounidense Edward Wilson en su libro La creación y agrega que la revolución neolítica, caracterizada por la aparición de la agricultura y de las primeras aldeas, se nutrió de la prodigalidad de la naturaleza. Esa revolución del neolítico abonó la ilusión de que una pequeña proporción de plantas y animales domesticados podía sustentar indefinidamente la expansión humana. Hasta no hace muchos siglos, el empobrecimiento de la fauna y la flora parecía un precio aceptable, pero borrar la naturaleza es una estrategia muy peligrosa. «Tenemos por delante un largo camino que habrá que recorrer para hacer las paces con el planeta y entre nosotros. Equivocamos el rumbo cuando nos lanzamos a la revolución neolítica. Desde entonces, siempre seguimos una dirección ascendente desde la naturaleza, en lugar de elevarnos hacia ella», advierte el biólogo.

Cuento japonés

El Protocolo de Kyoto fue firmado en 1997 y exige que 37 naciones industrializadas reduzcan sus emisiones de gas de invernadero entre 2008 y 2012 en un promedio de 5% por debajo de los niveles de 1990. La intención es lograr que el próximo tratado genere mayores reducciones a partir de 2013. La Unión Europea ha propuesto que para 2020, los países industrializados reduzcan sus emisiones entre 25% y 40% por debajo de los niveles de 1990. En tanto, Estados Unidos ha rechazado las metas nacionales obligatorias de reducción de contaminantes, como las que fueron convenidas durante el Protocolo de Kyoto. Esta semana el presidente brasileño Lula da Silva dijo: «El Protocolo de Kyoto fracasó, fue bonito firmar. Todo el mundo firmó, pero quien tenía que tomar medidas para cumplir el Protocolo no lo refrendó, somos nosotros quienes refrendamos».

De este modo, Lula se refería al uso de etanol de caña de azúcar con que Brasil redujo en 800 millones de toneladas sus emisiones de CO2. No ocurrió lo mismo con la actitud de Estados Unidos, o el resto de los países del llamado Primer Mundo.

El medio ambiente se transformó en un peligroso ring donde se enfrentan el mundo desarrollado contra el subdesarrollado y donde, consecuencia de la globalización, los humos que se emiten en Estados Unidos, el calor de las fábricas chinas, la radiación de los arsenales nucleares soviéticos, los basurales de Nápoles, los ríos contaminados de la India, expanden hedores por todo el planeta, elevan su temperatura y son capaces de torcer el rumbo y la intensidad de los fenómenos naturales.

Hacia el año 2001, el programa de Medio Ambiente de la ONU sostenía que algunos de los cambios climáticos se podían atribuir a la interferencia del hombre. Seis años después los especialistas concluyeron que existen muchas más evidencias de que el hombre es el responsable por la emisión de los gases de carbono que aumentan el natural «efecto invernadero» en la atmósfera. «Se acerca el día en que el calentamiento climático escapará de todo control: estamos en las puertas de lo irreversible en un límite donde no se puede dar marcha atrás», dijo Jacques Chirac, ex presidente de Francia. «Este siglo puede ser el siglo final de la civilización como la conocemos. La civilización deberá adaptarse a vivir en un ciclo distinto de alimentos, tormentas, altas temperaturas, desertificación y disminución drástica de los estándares de confort a los que se había habituado gran parte de ella», opinó el antropólogo español Juan Reinoso.

La globalización no trae buenas noticias, sino los humos y la basura del vecino. «Los peligros medioambientales y técnicos provienen ante todo de las victorias imparables de una industrialización lineal y ciega a sus consecuencias que devora sus propios fundamentos naturales y culturales», dice el sociólogo alemán Ulrich Beck en su último libro La sociedad del riesgo mundial. También sostiene que los peligros medioambientales son, por lo tanto, constructos de «consecuencias directas latentes de decisiones industriales» (de las empresas y de los Estados y evidentemente, también de los consumidores y los individuos particulares). En la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX la atención de los estados se dirigió a problemas cotidianos «visibles» como el esmog que provocaban las chimeneas y los escapes de los autos. De forma lenta se fueron incorporando otros temas a la agenda de discusión. Las empresas se concentraron primero en los riesgos de seguridad de sus propias fábricas y trabajadores y con el tiempo empezaron a percibir los problemas del ambiente exterior como propios, es decir los efectos a largo plazo que las llamadas infracciones de las normas sanitarias tenía sobre poblaciones lejanas. En cuestión de peligros ecológicos globales –explica Beck–, vuelve a ser sobre todo el progreso científico el que coloca en el campo visual de la percepción colectiva la invisibilidad y el (des)acoplamiento espaciotemporal de decisiones y consecuencias. «Cuanto más nuevos, más inabarcables son los problemas y globales los peligros que plantean, caracterizados por: la complejidad de las interacciones entre Estados nacionales, el alcance especialmente difícil de concebir de las causas, las dinámicas y los efectos, la gran distancia temporal entre actividad y transformación del contexto global de la energía y las materias primas, la separación geográfica entre las regiones que causan los problemas y aquellas donde se manifiestan las consecuencias, la complejidad de los efectos recíprocos entre sistemas humanos y físicos o la lenta acumulación de alteraciones y daños materiales». Probablemente, dice el sociólogo alemán, las crisis del futuro –y la dinámica política de su superación– se deberán menos a los peligros locales que a estos peligros globales. Por esto último, ya existen proyectos que hablan de un «derecho cosmopolita del riesgo» para referirse a acuerdos y pactos entre estados que sometan a denuncia y penalización, por encima de las fronteras, a los causantes de lesiones y destrozos. El riesgo es mundial.

¿Cómo puede llamarse la atención global sobre esos problemas, especialmente la atención del mundo en vías de desarrollo?, se pregunta Beck y dice: en lo que respecta al papel más bien irrelevante de las ciencias sociales, no podrá consistir ni en analizar comparativamente las diversas constelaciones de riesgos transnacionalregionales así como su dependencia inmanente de la posición que ocupan en la sociedad del riesgo mundial; es decir, en institucionalizar una mirada cosmopolita sobre la dinámica de conflicto y desigualdad que se despliega a la par que los riesgos globales.

¿Sin futuro?

«Es verdad que la tala de bosques o la transformación de bosques naturales en monocultivos de pino y eucalipto para materia prima industrial generan ingresos y crecimiento. Pero ese crecimiento se fundamenta en robar a los bosques su biodiversidad y su capacidad para conservar suelos y agua. Ese crecimiento se basa en el robo de las fuentes de alimento, forraje, combustible, fibra textil, medicinas y protección contra las inundaciones y la sequía que tienen las comunidades forestales. » La argumentación es de la ecologista y física india Vandana Shiva quien se ha puesto al frente de la lucha contra los alimentos y cultivos transgénicos, como los de la soja, productos de una agricultura globalizada e industrial que se basa en el uso de semillas modificadas genéticamente y los cambios que esto ha implicado en la vida de los campesinos de todo el mundo y consiguientemente con el medio ambiente.

Los defensores de las semillas transgénicas sostienen que «preocuparse por el hambre de las generaciones venideras no les dará de comer. La biotecnología de los alimentos, sí. Habrá que labrar tierrras como las de las selvas tropicales. El empleo de fertilizantes, insecticidas y herbicidas aumentará a escala mundial». Shiva acusa y dice que la agricultura industrial no ha producido más comida, que ha destruido fuentes de comida diversas y ha robado alimentos de otras especies para aportar mayores cantidades de productos específicos al mercado, utilizando en el proceso enormes cantidades de combustibles fósiles, de agua y de productos químicos tóxicos.

Por Héctor Pavón

Fuente: Revista Ñ

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