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El debate por el valor agregado

La semana pasada nos referimos en esta columna al “verso del valor agregado”. Por supuesto, no faltaron quienes entendieron que el editorial cuestionaba al valor agregado como estrategia de crecimiento. Error: lo que se marcó, con un ejemplo concreto (el de los biocombustibles) es que en la era K se trata de un pobre argumento para justificar las retenciones y otras exacciones al sector agroindustrial. Vale la pena aclarar un poco más.

Las cadenas agroindustriales generaron una enorme competitividad, a partir de la combinación de la tecnología de la información, de la industria biotecnológica, metalmecánica, química y comercial. Sumando el entrelazamiento comercial, amasado en un siglo y medio de vinculación con el mundo en acelerada globalización, generaron toda clase de oportunidades para el sector. Y, en consecuencia, para el país.

Durante muchísimos años, el potencial se mantuvo dormido por la conjunción de dos fenómenos, uno externo y otro interno. El externo: el proteccionismo, los subsidios agrícolas y su consecuencia, los excedentes. El interno: frente a las crónicas dificultades macroeconómicas, el Estado apeló sistemáticamente a capturar los recursos del sector para atender sus urgencias.

Esto significó un continuo drenaje de los excedentes agroindustriales, impidiendo la capitalización. El mecanismo para la captura del excedente fue el de las retenciones, que operan específicamente sobre la producción de básicos (soja, maíz, trigo, girasol) y productos elaborados a partir de ellos, como la carne y los lácteos. En la década ganada, el sector transfirió al Estado más de 50.000 millones de dólares sólo en derechos de exportación.

El “valor agregado” de la producción de básicos es enorme, tanto que sigue vivito y coleando a pesar de semejante exacción. Y aclaremos: no es renta obtenida del recurso natural (suelo y clima) sino a partir de la tecnología generada. Hace cuarenta años, cuando el gobierno peronista quiso impulsar el cultivo de la soja, el principal problema era que “vaneaba” (chauchas estériles, sin producción de porotos). Hoy rinde 3 toneladas por hectárea. Tecnología, no naturaleza.

En una sociedad “normal”, el instinto emprendedor generaría un flujo natural de inversiones en valor agregado. Ahora, si un productor de soja lleva tres camiones al puerto, y solo cobra dos, la única posibilidad que le queda es hacer más de lo mismo, hasta que se le acabe la plata y no pueda reponer el tractor. No se le puede pedir que para zafar de las retenciones tiene que hacer algo de valor agregado. O, como insiste el Ministro de Agricultura, que las retenciones son una oportunidad para incursionar en esta saga.

Esta misma semana, Casamiquela dijo que no se entiende cómo la Argentina exporta maíz y luego le compra cerdos al comprador. La era K lleva más de diez años, durante los cuales el maíz pagó 20% de retenciones. Corolario: los derechos de exportación no constituyen una herramienta que permita desatar las enormes inversiones que requiere la producción de cerdos. Los primeros interesados son los propios productores de maíz, pero no tienen plata y, además, no confían.

En la II Cumbre de la CELAC que se desarrolló en Cuba, la presidenta Cristina Kirchner puso en agenda y planteó la necesidad de que los principales países de la región que tienen como característica ser productores de alimentos, avancen y potencien el agregado de valor en origen y la vinculación comercial con países del pacífico como China, India y los Países Arabes. Correcto. La mandataria mencionó el Plan Estratégico Agroalimentario y destacó la presencia en la Cumbre del ex ministro de Agricultura Julián Domínguez, quien desde esta cartera llevó adelante esta temática.

Pero para que la teoría del valor agregado se convierta en un círculo virtuoso, lo primero es dejarle al Cesar lo que es del Cesar. Y esto es un giro copernicano.

Por Hector A. Huergo

Fuente: Diario Clarín Suplemento Clarín Rural

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