Hace veinte años, lanzamos en estas páginas la era de los biocombustibles. “Ponga un choclo en su tanque”, titulamos la nota de tapa, ilustrada por el extraordinario Cardo, quien dibujó un choclo que se convertía en surtidor. Traíamos al país la idea del etanol de cereales, una forma de agregar valor y digerir los enormes excedentes de maíz que afectaban los precios internacionales.
Después, seguimos con aquél “Ponga un poroto en su tanque”, apelando al biodiesel a partir del aceite de soja, donde la Argentina asomaba como principal exportador mundial.
Hace cinco años, nacía la primera planta de biodiesel de gran escala y se concretaba la primera exportación. Desde el interior profundo, en Avellaneda, al norte de Santa Fe, y a partir de una empresa familiar (Vicentín). En el 2011, la Argentina se había convertido en el primer exportador mundial de este biocombustible. La Unión Europea, incapaz de competir con el biodiesel argentino, nos miraba con recelo, y empezó a edificar chicanas para trabar el ingreso de biodiesel a su territorio.
China, mientras tanto, buscaba frenar al aceite argentino, favoreciendo la compra de poroto de soja (la materia prima) para quedarse ellos con el agregado de valor. Con buen tino, el MinPlan junto con el MinAgro impulsaron el aumento de la mezcla de biodiesel con el gasoil en el mercado interno. Se pasó del 5% al que obligaba la ley 26043, al 7%. No solo se atenuaba el efecto de la pérdida del mercado chino, sino que se sustituían importaciones de gasoil por más de mil millones de dólares. Esa es, precisamente, la cifra que invirtió el sector privado para convertir el aceite en biodiesel. Valor agregado en origen, “industrialización de la ruralidad”, como reza el PEA y machacó la presidenta el año pasado en su lanzamiento, en Tecnópolis.
Pero había además un hecho cualitativo. El país se convertía en el líder mundial también en consumo interno de biodiesel, dando un ejemplo al mundo en la diversificación de la matriz energética apelando a combustibles más amigables con el medio ambiente. Sin obligación alguna, contribuía más que nadie en el mundo a las metas de reducción de gases de efecto invernadero.
Además del corte al 7%, se impulsó el uso de este derivado del aceite de soja en la generación eléctrica. Decíamos la semana pasada que no hacen falta planes, sino fijar un rumbo. Este es un excelente ejemplo: con unas pocas señales, y un marco regulatorio concreto aunque endeble, surgió una industria moderna y competitiva, capaz de atender la exportación y el mercado interno.
Pero no hay bien que dure cien años. “Hay que atacar al biodiesel”, le escuché decir al joven Axel Kicillof, vicepresidente de YPF y viceministro de Economía. Había que esperar lo peor, y lo peor llegó. Rebaja al precio interno, aumento de las retenciones. “Industria madura”, le escuché argumentar. Su “ataque” dio el resultado esperado: las empresas medianas y chicas pararon y las grandes suspendieron las inversiones en marcha. Esta semana dieron marcha atrás, rebajando algo las retenciones. Pero el daño está hecho. El mercado ya sabe que la nueva conducción oficial le puso la proa al sector. Un sopapo al impulso inicial, una poda temprana que se llevó puestos los brotes de una gran cosecha futura.
Pero hay mucha energía en el agro. El martes pasado, Monsanto reunía a un importante grupo de emprendedores en un seminario sobre etanol de maíz. La empresa está interesada en apuntalar este cultivo, que se vuelca sin valor agregado al mercado internacional. Se acaba de inaugurar la primera planta (Bio4, en Río Cuarto, Córdoba) y hay una docena de proyectos en distinto grado de avance, con inversiones por más de mil millones de dólares. Para seguir, sólo necesitan que se retome el rumbo.
Por Héctor A. Huergo
FUENTE: DIARIO CLARIN SUPLEMENTO CLARIN RURAL