El boom de la soja permitió recaudar por año alrededor de nueve mil millones de dólares por exportaciones. El gobierno acaba de elevar al 35% las retenciones para este cultivo. La soja lidera las ventas al exterior y se cotiza alto: en octubre fue más de 800 pesos la tonelada.
El productor está a la vera del alambrado. Un ingeniero agrónomo explica la realidad: “Tendrá que rotar los cultivos: haga unas hectáreas de sorgo y otras de maíz, y en el invierno vuelva al trigo o no quedará nada, ¿entiende? Poniendo tantos químicos, tendrá una tierra inerte, sin vida; los rendimientos serán bajos, y el campo, improductivo”.
–Hace 20 años que hago soja con siembra directa. Todo va bien.– argumenta el hombre de la pampa húmeda.
–No es así –insiste el técnico–. Mire el suelo compactado, a la sembradora le costará hendir la tierra de manera casi quirúrgica para dejar la semilla, observe esas cárcavas allí. Conviene pasar un disco, remover unos centímetros de la superficie para que las raíces de las plantas dispongan de humedad –recomienda–.
El análisis del suelo reveló al ingeniero un campo ácido, falto de nutrientes y sin aumento de materia orgánica. “Si al menos hubiera sembrado maíz, ahora tendría el suelo tapizado de ese rastrojo rico, entrecruzado de gruesos tallos secos, de chala y marlos; la cobertura de la soja desapareció y hay malezas que el glifosato no eliminó; agotarán el agua destinada a los cultivos”, piensa.
Mientras toma una prueba del molino para medir la salinidad de las napas, recomienda: “Hay que poner más dosis o el nuevo glifosato extra para matar las malezas resistentes, pero si no cambia el planteo, le será difícil seguir con la producción”.
El dueño del campo parece comprender: “… y los vecinos volvieron al sorgo. Claro que la última soja no les dio ni 20 quintales (dos toneladas por hectárea), ¡encima el clima! pero la soja siempre deja algo, aunque si esto sigue así…”
“La soja siempre deja algo, pero también se lleva mucho”, replica el profesional, antes de regresar por un camino impregnado del olor del feedlot, donde encerraron 200 vacunos.
La ganadería se divorció de la agricultura, y atrás quedó la rotación ideal que de cuatro o cinco años de pasturas pasaba a siete u ocho años de cultivos. En cambio hoy, muchas veces en una hectárea –casi un campo de concentración– viven los animales alimentados con grano, sometidos a una batería de medicamentos y antibióticos veterinarios contra las enfermedades típicas del hacinamiento y del estrés.
Cómoda y líder
El monocultivo de la soja ocupa el banquillo de los acusados, pero continúa, con éxito, en carrera ascendente. Muy cómoda en su papel de líder de las exportaciones argentinas, la soja por sí sola representa el quinto (20 %) del total de lo que se vende al exterior. Para alcanzarla deberían unirse, por ejemplo, los complejos exportadores automotriz (9,9 %) y el petróleo y gas (11, 2 % aproximados). Atrás quedan el maíz y el trigo (granos, harinas y aceite) que rondan el 5 % (cada uno y por semestre), de las exportaciones argentinas.
Este año serán sembradas 16 millones y medio de hectáreas para producir unas 49 millones de toneladas de soja y responder a las expectativas internacionales. Junto con Brasil, nuestro país va camino a convertirse en el primer exportador mundial detrás de Estados Unidos, lugar que ya ocupa sin sobresaltos como proveedor global de harina y de aceites derivados de la soja. Consciente de que su destino es la nutrición animal, la soja argentina se embarca hacia China y hacia la Unión Europea, ya sea como harina (un 47%), aceite (32 %) o porotos (21 %). Mientras que Estados Unidos reduce todo el tiempo sus áreas sojeras y las cambia por maíz, que afecta menos el suelo, y que servirá para producir bioetanol, ella avanza a pesar de todas las advertencias.
Requerida
Asiática por nacimiento, se sumó en la década del 60 al proceso de siembra de granos de la región agrícola pampeana, y creció hasta abarcar hoy el 50 % de la producción granífera nacional. Ya no es una recién llegada que busca su lugar, sabe que la necesitan en un modelo sustentado en las exportaciones agrícolas, y que en la era de los biocombustibles, el mundo reclama cada temporada 10 millones más de toneladas de esta oleaginosa.
Durante la última década, el área productiva de soja, en el país, trepó un 126 % a expensas de la tierra donde se producía leche, maíz, trigo, arroz, algodón, sorgo, en las áreas marginales donde había ganadería y en las regiones de bosques nativos, según el investigador Walter Pengue y el agroecologista chileno y profesor universitario de Berkeley, California, Miguel Altieri.
La razón surge de una combinación que se lanzó con éxito durante la campaña agrícola 1996-1997. Mientras el gobierno autorizaba el uso de semillas RR (transgénicas) modificadas para resistir al herbicida glifosato, se difundía el estilo de siembra directa, más rápido y conveniente (hoy es el preferido por el 70 % de los productores). Esa línea de largada culminó en la última campaña con la cosecha de 94 millones de toneladas de granos, de las cuales un poco menos de 47 millones fueron de soja. El incremento notable de la producción de granos había alcanzado la cifra récord de 74 millones de toneladas en el período 2002-2004, sobre una superficie cultivable de 27 millones de hectáreas que hoy se aproximan a 35 millones. Para entender el significado de esa superficie, basta considerar que se aproxima al 10 % del total de la superficie argentina, y que las estimaciones oficiales y privadas indican que se ocupará, en una década, casi el 30 % del país con áreas agrícolas, cueste lo que cueste.
Equilibrio y rotación
“No es la soja la causante de todos los males, sino la falta de un adecuado planteo de siembra directa con rotación de gramíneas y fertilización balanceada, que son las bases de un manejo agronómico sustentable”, indicó la ingeniera agrónoma de la Estación Experimental del INTA Manfredi (Córdoba), María Basanta. “El monocultivo de la soja por su facilidad de implantación y manejo fue reemplazando a la rotación de cultivos, en desmedro de la biodiversidad del agro-ecosistema, favoreciendo la continuidad de los ciclos de vida de determinadas especies de plagas (insectos), patógenos (hongos, virus y bacterias) y malezas”, según Basanta. Para esta especialista en la relación del carbono con el crecimiento de los cultivos, “cualquier especie bajo un esquema de monocultivo ocupando grandes superficies, como es el caso de la soja hoy, tiene alta probabilidad de ocasionar problemas ambientales y agronómicos”.
Suelos más ácidos
«En la Región Pampeana se estima que existen alrededor de 16 millones de hectáreas afectadas por procesos de acidificación ubicadas principalmente en el norte de Buenos Aires, centro y sur de Santa Fe, sudeste de Córdoba y noreste de La Pampa, que disminuyen la productividad de los suelos”, apunta el ingeniero agrónomo Roberto R. Casas, director del Insituto de Suelos, INTA Castelar. La acidificación del suelo es un indicador del desequilibrio que genera el monocultivo, por pérdida de nutrientes debido a los fertilizantes químicos de alto índice de acidez. En suelos marginales, como la cuenca deprimida del Salado o en las tierras jóvenes del Norte recientemente desmontadas, la desaparición de materia orgánica y los desequilibrios son más veloces. Los suelos argentinos tienen un nivel de acidez, de Ph 6 para abajo, fluctúan entre fuertemente ácidos (5.1 a 5.5 que es un indicador de deficiencia de calcio, potasio, magnesio, fósforo, azufre y baja materia orgánica) y moderadamente ácidos (Ph 5.6 a 6). El proceso de acidificación provoca variaciones desagradables en la dinámica de los nutrientes: aumenta la concentración de hidrógeno, aluminio y manganeso e inmoviliza con deficiencia el fósforo, calcio, magnesio y molibdeno.
Compactos
Los organismos oficiales no esconden ninguna de las consecuencias que provoca la denominada soja-dependencia en la Argentina. “La siembra directa continua densifica los suelos. El tránsito originado por los equipos de siembra y cosecha, agravado por las condiciones de humedad y por la pérdida de materia orgánica afecta la permeabilidad, la productividad y otorga a los suelos menor capacidad de resistir estos procesos de degradación”, dice la conclusión de un ensayo del INTA realizado en la localidad santafesina de Juncal, en un campo donde se practicó durante 20 años consecutivos siembra directa. “Como resultado de la larga secuencia agrícola, la mayoría de los lotes pierden estabilidad estructural, macroporosidad y agregación”, concluyó el reconocido técnico Gustavo Ferrraris, del INTA-Pergamino, tradicional polo sojero de Buenos Aires.
Exportación de nutrientes
Se acusa a la soja de ser responsable de la disminución acelerada de la fertilidad de los suelos argentinos. Cada año consume altas cantidades de minerales que no se reponen mediante la aplicación de fertilizantes y que son exportados con los granos. La página de Internet de la Dirección de Agricultura de la Secretaría de Agricultura, Pesca y Alimentos SAGPyA, es contundente al explicar: “La falta de reposición de los nutrientes en relación con la extracción, entre otros, es responsable de que estos suelos (argentinos) vayan perdiendo su alta fertilidad natural. Los nutrientes se encuentran en cantidades no suficientes para el crecimiento y el desarrollo de los cultivos, limitando sus rendimientos”. En ese cuadro, los números oficiales son reveladores: “Para producir una tonelada de grano, la soja extrae 16 kilogramos por hectárea de calcio, 9 kg de magnesio, 7 kg de azufre, 8 kg de fósforo, 33 kg de potasio, y 80 kg de nitrógeno”. Y la ingeniera Basanta explica: “El rastrojo es el residuo de la planta que tiene la función de retornar al suelo parte de los nutrientes extraídos, y el de la soja está caracterizado por una baja relación entre el carbono y el nitrógeno (C/N), lo que implica una alta velocidad de descomposición”. No ocurre lo mismo con los rastrojos del maíz, del girasol y de otros cultivos que tienen más carbono que nitrógeno y tardan en descomponerse.
Frontera agrícola
La mayoría de los productores argentinos no cuestionan los peligros del monocultivo. Atados a una mejora de los rendimientos (hay que superar los tres mil kilogramos de soja por hectárea) para hacer frente a los costos de comercialización, impuestos, insumos y arrendamientos cada vez más caros, también son seducidos por los altos precios del mercado. Expandir la frontera agrícola es un desafío: tendrá como escenario las provincias de Chaco y Santiago del Estero, donde serán sembrados lotes que antes se destinaban al girasol, al algodón o había montes nativos, y en la cuenca deprimida del Salado, tradicional zona de cría ganadera. Allí, donde antes se veían terneros, ahora se observan los primeros intentos por ganar quintales de soja.
Exterminio
“En 1914 había 105 millones de hectáreas de bosques autóctonos. Es decir, un tercio de la superficie nacional. En 1994 quedaban 35 millones de hectáreas. En menos de un siglo, perdimos dos tercios de nuestro patrimonio forestal”, señaló en un documento el ingeniero forestal Carlos Merenson, uno de los funcionarios que abrió el sector a la opinión pública cuando estuvo a cargo de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación (1993). Los técnicos aseguran que con la introducción de soja transgénica, sólo entre 1998 y 2002, el área forestal se redujo en más de 900 mil hectáreas, lo que para Merenson es “un exterminio”.
En este avance sin retrocesos, la soja transgénica que se cultiva en la Argentina requiere, por año, más de 180 millones de litros del herbicida glifosato, mientras se deslizan verdaderos ríos de otros agroquímicos: 1.300.000 de toneladas de fertilizantes y unas 150 mil toneladas de plaguicidas.
Pero, entonces,¿qué pasa cuando un suelo se agota? Aparece la típica velocidad de reacción nacional y comienzan a rotarse los cultivos a favor de los suelos, con especies menos exigentes como el sorgo granífero que comenzó a crecer, y también son valorados los fertilizantes de origen biológico con microorganismos vivos. En fin, una cuestión de conciencia, para que mientras haya vida, siempre exista la esperanza.
por Matilde Fierro
Fuente: Revista Nueva