Dicen quienes las estudian que las algas son el organismo más perfecto de la naturaleza: depuran el agua, son un sumidero de CO2 y están llenas de nutrientes y compuestos de gran utilidad para la alimentación, la farmacología, la cosmética, la fabricación de papel o la obtención de biocombustibles.
El cultivo de algas está de moda. Tanto de macro-algas, las que vemos (y comemos por ejemplo en el sushi), como de las microalgas, esos organismos unicelulares que el ojo humano ni ve pero que esconden todo un mundo de nutrientes y energía. Unas y otras se cultivan como alimento, para depurar aguas, como fuente de energía, para sacar componentes de alto valor añadido como vitaminas, ácidos grasos, colorantes, estabilizantes, antioxidantes…
Diversas investigaciones aseguran que tienen propiedades anticancerígenas, antiinflamatorias, de reparación ósea y antibiótica, que regulan el colesterol y la hipertensión, que mejoran la vista, las uñas o la piel, y que ayudan a adelgazar. Hay proyectos para obtener de ellas celulosa y producir papel; para desarrollar baterías biodegradables alternativas a las de iones de litio que utilizan los móviles y otros aparatos electrónicos; para emplearlas como anestésico local; para limpiar y depurar los tóxicos de las aguas residuales; para eliminar el CO2 que producen las cementeras y otras grandes industrias, y para producir combustibles como bioetanol y biodiésel, entre otras iniciativas. Hay incluso propuestas que combinan algunas de estas aplicaciones para convertirlas en la panacea de la eficiencia energética y medioambiental: las biorrefinerías de algas. Se trata de instalaciones para cultivar algas en aguas residuales o contaminadas, alimentadas con energía solar y CO2 de alguna industria colindante (las algas son fotosintéticas), de cuya biomasa se extraerán compuestos de alto valor añadido para la industria –como aceites omega 3, antioxidantes, glicerina o celulosa–, y, como producto principal, el codiciado biodiésel, la alternativa al petróleo para alimentar el transporte.
No es ciencia ficción. En Alemania ya han visto volar un helicóptero alimentado con biodiésel de algas. Todo este montaje se ha probado en los laboratorios de algunas universidades e incluso se han puesto en marcha algunas plantas piloto con la vista puesta en futuros proyectos industriales. Las expectativas son enormes. Tan enormes que quienes llevan años investigando y trabajando con algas piden cautela y realismo para no sobredimensionar las expectativas.
Es el caso de Sebastián Sánchez, ingeniero químico e investigador del grupo de Bioprocesos de la Universidad de Jáen, que lleva desde los años ochenta trabajando con microalgas (las microscópicas), primero como fuente de proteínas, luego como fuente de pigmentos clorofílicos y ahora como fuente de biocombustibles, de depuración de aguas residuales y de eliminación de CO2. Su respuesta a la pregunta de si las algas salvarán el mundo es contundente: “No. Las algas son una alternativa más, pero no la panacea; muchas de sus utilidades se han probado sólo a nivel de laboratorio o de planta piloto, experimental, pero no se sabe si funcionarán técnicamente ni si serán rentables a nivel industrial”.
Porque los científicos tienen claro que en el cultivo y aprovechamiento de las algas hay un problema de escalas importante: una cosa es producirlas en un laboratorio con todas las variables de temperatura, de pH, de niveles de CO2 controladas, y otra someterse a las condiciones externas y a un cultivo masivo, donde una variación de luz o calor puede provocar la muerte celular.
Haber presenciado en directo el vuelo del helicóptero alemán propulsado por un combustible extraído de algas y haber comprobado en primera persona –al frente del proyecto de investigación de la Universidad de Jaén– que es posible cultivar microalgas en depuradoras para que limpien el agua y, al mismo tiempo, aprovechar su biomasa para extraer biodiésel, no impide que Sebastián Sánchez mantenga sus reticencias a la hora de hablar de un esplendoroso futuro de las algas. “Nosotros tenemos mejores condiciones que Alemania de sol, mucha producción de CO2 y aguas residuales, de modo que las perspectivas para producir biodiésel son óptimas, pero no sabemos si al ampliar la escala y pasar del laboratorio a la calle surgirán problemas técnicos, ni si resultará rentable producir ese biodiésel; se ha de probar en miniplantas, luego en una hectárea y una planta piloto, y después a escala real; para ser serios hay que hacer números pasando por cada etapa, sin especular”, indica este investigador.
También Claudio Fuentes, investigador del Institut de Ciencia i Tecnología Ambientals de la Universitat de Barcelona y del Instituto de Ciencias del Mar-CSIC, cree que aún faltan algunos años y resolver algunos retos técnicos para que podamos llenar el depósito del coche con un combustible de algas. “Hay proyectos a escala piloto pero no a nivel industrial, y todavía hay problemas técnicos a la hora de separar la biomasa del agua, porque se consume mucha energía, y de nada sirve buscar combustibles ecológicos si no son eficientes y consumimos más energía para producirlos”, indica Fuentes. Y enfatiza que los proyectos de obtención de biocombustibles han de focalizarse en las algas marinas para evitar consumir agua dulce, un recurso cada día más escaso, de forma que sean sostenibles desde el punto de vista medioambiental. Él investiga cómo hacerlo con dinoflagelados, unas microalgas marinas que producen floraciones algales en la costa y cambian el color del agua. “La ventaja es que crecen en todas las partes del planeta, así que cada país costero podría aislar sus propias cepas y usar variedades locales que ya están bien adaptadas para producir su propio biodiésel”, explica. Sus estudios se han centrado en la Alexandrium minutum, la Karlodinium veneficum y Heterosigma akashiwo, que producen triacilglicéridos, aceites que sirven de materia prima para el biodiésel.
También Núria Marbà, investigadora del Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (Imedea-CSIC) cree que la revolución del cultivo de algas –y de la acuicultura en general– está en el mar. Explica que en algunos países de Asia están apostando por policultivos marinos en los que se combinan peces, mejillones y algas porque estas sirven para eliminar nutrientes tóxicos, limpiar las aguas y mejorar el estado ambiental para desarrollar otros cultivos. “La acuicultura está emergiendo como una revolución para la humanidad equivalente a la que representó la agricultura hace milenios; se están domesticando las especies del mar para utilizarlas como alimento como antes se hizo en la tierra con la agricultura y la ganadería”, afirma Marbà. Porque esta investigadora está convencida de que las dificultades para incrementar los terrenos agrícolas y para disponer de agua dulce, así como la sobreexplotación de la pesca y de muchos fondos marinos, hacen de la acuicultura –y por tanto del cultivo de algas– una herramienta fundamental para alimentar a los 9.200 millones de habitantes que se espera que tenga el planeta en el 2050. “La maricultura crece a un ritmo del 7% anual y cada vez se cultivan más especies porque no presenta problemas de espacio ni escasez de agua dulce, y sus proteínas y demás nutrientes son muy buenos; además, tiene menos impacto negativo en el medioambiente que la agricultura o la ganadería y se pueden combinar varias especies para reducir desechos”, reflexiona Marbà.
El tirón de la acuicultura, a su vez, fomenta el cultivo de microalgas porque muchas de ellas sirven como alimento para las larvas. Julio Aparicio, director de I+D de BTM Microalgas, explica que esta es una de las ramas de actividad de la empresa: el cultivo y posterior venta de microalgas para la acuicultura. Jean M. Santoyo, el responsable de la planta que la empresa tiene en Jerez de la Frontera, asegura que han apostado por el cultivo de microalgas en fotobiorreactores cerrados para poder controlar y automatizar todos los parámetros y obtener una biomasa de elevada calidad y pureza. En realidad BTM, además de vender para la acuicultura y para centros de investigación, tiene en marcha otras líneas de trabajo con microalgas para alimentación humana y animal, para cosmética y para investigación.
En realidad, la versatilidad de las algas y su uso por los humanos no es algo nuevo. Durante mucho tiempo se utilizaron como abono, para obtener cenizas, yodo, nitratos y otros productos, y en muchas zonas costeras siempre se han comido. De algunas de ellas hace años que se extraen compuestos para la industria del papel, de las telas y de las pinturas, o que se usan como espesantes, estabilizantes y gelificantes en embutidos, pasteles, yogures… De hecho, todos los aditivos, desde el E-405 hasta el E-409 que figuran en las etiquetas son sustancias extraídas de algas. Quizá lo que resulta más novedoso –al menos en España– es que ahora se coman enteras, como si se tratara de una verdura. Javier Cremades, profesor e investigador del grupo de Biología Costera de la Universidade da Coruña trabaja desde hace décadas en la explotación de nuevas especies de macroalgas para consumo humano, así como en nuevas técnicas de cultivo. “En Galicia disponemos de unas 100 especies explotables por su tamaño, su abundancia o porque se parecen a las que se consumen en otras partes del mundo; ahora explotamos unas veinte y trabajamos conjuntamente con grandes cocineros para ver cómo procesarlas, secarlas y comercializarlas, y también hemos desarrollado nuevas técnicas de cultivo para la laminaria y para la kombu de azúcar, que ya se cultivan de forma semiindustrial sin tener que ir a recolectarlas”, explica.
Cremades asegura que se suele hablar de algas en general, como si todas fueran lo mismo, cuando para un biólogo entre un alga y otra puede haber tanta distancia como entre un animal y una planta. Subraya que todas tienen una excelente calidad nutritiva y son muy saludables porque aportan fibra, proteínas, oligoelementos, calcio y pocas grasas. En unas predominan las proteínas, y en otras los hidratos de carbono, y se pueden comer en ensaladas, sopas, tortillas, con pasta… Con las macroalgas también se ha experimentado para extraer biocombustibles, aunque en este caso lo que se obtiene no es biodiésel sino bioetanol o metano, porque en su biomasa lo que abundan son hidratos de carbono en lugar de grasas.
Donde ya se explotan las algas es en la industria alimentaria. Ruperto Bermejo, químico e investigador de la Universidad de Jaén especializado en colorantes alimentarios, trabaja con micro-algas marinas como materia prima en busca de colorantes naturales que puedan sustituir a los sintéticos porque son más fácilmente asimilables por el cuerpo humano y no producen toxicidad ni alergias. Hasta ahora su equipo de investigación ha probado con seis especies de algas y ha patentado dos compuestos naturales que proporcionan color rosa (muy codiciado para todos los productos de fresa, desde yogures hasta helados o batidos) y azul (para bebidas isotónicas, por ejemplo). También muchos de los ácidos grasos omega 3 que se añaden a la leche se están sacando de las algas por su nivel de pureza. “La principal dificultad para sacar componentes de alto valor añadido de las algas está en el coste de producción, que todavía es alto; el ácido graso de alga es más caro que el obtenido del pescado, aunque no quedará más remedio que recurrir a ellas porque los ácidos grasos del pescado no tienen tanta calidad”, explica Bermejo. Ha llegado la hora de las algas.LA VANGUARDIA.